miércoles, 9 de junio de 2010

La vida es sueño (cuento)

La bicicleta llamaba la atención. A primera vista era demasiado limpio y nuevo su color amarillo para pertenecer a ese muchacho. Sólo el detalle de un machete trabado en el marco denotaba a qué podría dedicarse su tripulante. Esa tarde ofreció sus servicios en varias casas, sin éxito: limpiar jardines, cortar mala yerba, podar y recoger la basura en poco tiempo. Ya entrado en plática con un posible cliente, ofrecería pintura, arreglos de plomería, eliminación de fugas de agua. Lo que fuera.

Las casas de la calle Bugambilias en general permanecían desocupadas la mayor parte del día. Una tras otra, como una serie de idéntica arquitectura, miraban a un parque en una vía cerrada. Una sola salida y entrada, por lo cual ningún vehículo o persona pasaban desapercibidos para alguna muchacha del servicio, o un niño que jugara después de regresar de la escuela. Como es frecuente en ciertas zonas urbanas, no había ni un policía, ni una patrulla. A veces pasaban días sin que fuera visible un atisbo de vigilancia entre semana, aunque los sábados y domingos se percibía más movimiento.

Alberto dudó en llamarlo para que le limpiara el jardín y tumbara de una vez por todas esa palmera, que estaba enferma y se resistía a caer desde que el huracán Dean la azotó y casi la desprende del piso con sus fuertes aires, imbatibles y poderosos, que asolaron la ciudad una madrugada de agosto, arrancando puertas, quebrando vidrios, levantando mil cachivaches por los aires, azotando las hojas de las palmeras más fuertes, descuajando ramas y borbotando agua de una manera tan intensa que, creyentes y no creyentes, pensaban en el mítico diluvio narrado en la Biblia.

Pasa, le dijo con su voz carrasposa de fumador. Necesito que limpies mi jardín y tumbes la palmera. Me duele hacerlo, pero la pobre está enferma desde hace dos años. El pasto, como ves, está algo crecido por las lluvias recientes y por falta de mantenimiento.

El muchacho, de unos 18 años, parecía más un deportista descuidado que un chapeador tradicional en plena jornada de trabajo. Una gorra calada hasta las cejas, una camiseta raída en el cuello, de color blanco amarillento, con no sé qué nombre de algún candidato y una foto deslavada en la cual no se distinguían ya las facciones. Un candidato fantasma de hace años, pensó sin más.

La bicicleta quedó por fuera de la puerta de entrada de los carros, a la sombra de una pared, al alcance de un eventual ladrón. Detalles que uno no ve, que son intrascendentes, que no atiende sino hasta que se presenta una situación inesperada, a veces irremediable. El machete fue desmontado con cuidado del cuadro de la bicicleta y, detalle curioso, se veía casi nuevo, como para estrenar, pero ya afilado, porque se notaban las marcas de la lima sobre el metal todavía brillante. La empuñadura tenía en la punta un hilillo de color rojo enhebrado en un ojillo tallado ex profeso. Nunca dijo como tumbaría la palmera, ni él le preguntó. A lo mejor pensó que debía ayudarlo después de cortar el césped, una tarea para un largo rato.

Como era costumbre en esas horas muertas de la tarde, Alberto se regocijaba escuchando música con volumen muy alto, casi ensordecedor, que hacía retumbar las paredes de la sala y salía con fuerza por las ventanas hacia la calle, ahogando cualquier ruido exterior. Adormilado por la siesta, ajeno al joven que podaba en su patio, entre el sueño y la música Alberto recordó que había un jardinero en su casa, que la puerta estaba cerrada. Que la música caribeña toma otra dimensión con la voz portentosa de Celia Cruz. ¡Azucaaaaaaaa! Que su yerberito vendía yerbas y no las cortaba en los jardines ajenos.

Alberto percibió una espesa oscuridad. Llevo mucho tiempo dormido. ¿Soñé? Si la vida es sueño, estoy vivo.

Intentó moverse pero estaba definitivamente quieto. Inmóvil. Su cuerpo no respondía. Su mano no se levantaba. Estaba, eso sí parecía percibirlo, en posición horizontal. Oía ruidos, voces, lejanas, como perdidas en el aire antes de llegar a sus oídos. De tanta persistencia en abrir los ojos, supo que los abría y seguía en la oscuridad.

Tenía fija la idea del machete afiladísimo y una rasgadura del aire casi imperceptible, vertiginosa. Sentía en torno al cuello una rara frialdad y el borboteo de un líquido como de agua fangosa, espesa. Por qué la oscuridad. Por qué el sopor y esta modorra insoportable. Por qué su cuerpo perdido no parecía suyo y lo sentía distante. La vida es un sueño, pensó antes de abandonarse al vendaval de esa oscuridad que nadie puede evadir. Sombra infinita sin retorno.

Alguien limpió un machete contra la cortina haciendo flecos a la tela blanca, en espera de que entrara la noche y el silencio para salir a la calle y regresar a su propia casa en bicicleta.
fin